«Manuela Pedraza y Crámer fue el primer templo tumultuoso y dominguero, al que asistí en pos de la ritual ceremonia largamente imaginada. El primer hervidero impregnado de leyenda, que me tuvo por ávido testigo abismado de asombro…
El descubrimiento del primer territorio de un mundo maravilloso y disperso, congregado al unísono sobre muchos rectángulos con pretensión de verde, pleno de incitantes promesas, imprevistas y presentidas a la vez. Fue la primera ruta – Crámer derecho- desde mi barrio rebosante de frondas, cercos y jardines (allí donde la frontera de Belgrano y Colegiales se confundía entre rosales y malvones, ligustros prolijarnente podados, campanillas ariscas y parrales que entoldaban agrietados patios), hacia el hallazgo de un fervor predestinado.
Belgrano y Colegiales, tocándose en la geografía de un límite impreciso, así como era de imprecisa la adhesión a un River Plate, casi recién llegado (con lujo y prestigio) a los deslindes del barrio, con otras no menos importantes que suscitaba el viejo «calamar», tradicionalmente dueño del escenario cercano que recogía una historia más copiosa y memorable. Y los últimos hinchas de un Colegiales otrora glorioso, que ya comenzaba a ser recuerdo, a irse, no sólo del barrio sino también de los fervores, repartidos a regañadientes entre las dos camisetas que a veces flameaban en algunos altillos, «de vuelta» de un fútbol recordado como de épocas mejores (porque entonces ellos eran jóvenes).
Y porque se podía ir «de a pie» -Cramer derecho-, aunque fueran largas cuadras, pero al fin sombreadas y sin vueltas, nuestros primeros vuelos de pibes eligieron Platense. Porque además allí, apretados contra el alambrado, podíamos ver casi de al lado, a las glorias de aquel fútbol. Casi como tocándolos. Y conversar con ellos, verles la camiseta transpirada, la marca «propia» de la «patada» reciente y discutida en los tablones. Y después, esperarlos a la salida, allí por Crámer, en el portón que daba casi atrás del otro arco, donde recuerdo chapas, ladrillos, algún yuyo derramado… cuadra de barrio con serenidad de siesta, y el referí con la valijita, y las palmadas a los cracks, y hasta la posibilidad de ir caminando al lado de ellos algunas cuadras -Crámer abajo- para verlos un «cachito» más, de cerca y como eran.
Cómo olvidarme entonces de las atajadas de Julio Cozzi (digan lo que digan, para mí el más grande arquero que vi en mi vida), de los cabezazos del «Negro» Gallina, del «Gallego» Iglesias, ·de aquella famosa delantera (¿a ver si recuerdo?) Belén, Cantelli, Frutos, Dorado y Torielli, o de aquella otra un poco más adelante: Vernazza, Báez, Geronis, Rodríguez y Sayago…
Cómo no tener presente el cielo dilatado, aquel de Núñez y Saavedra, más vasto aún por la chatura de las casitas del barrio, visto desde los altos tablones, desde donde se apreciaba cercano y desolado, el resquebrajado Velódromo, como desdeñado en las tardes futboleras. Cómo no sentir casi sin querer, las avalanchas detrás de los arcos, en las tardes en que llegaban los «grandes» y dejar de recordar ese domingo (uno por ano) en que me iba a la tribuna «visitante», porque jugaba el club de mis desvelos, Independiente, y con sus rojas banderas traía la magia de Arsenio Erico (allí lo vi), las diabluras de «Capote» De la Mata o de «Sastrm» (el chico), las hamacadas del morocho Leguizamón…
Cómo olvidarme de la tarde del debut en Primera de Ernesto Grillo. allí en esa cancha: medias caídas, melena enrulada, desgreñado. purrete desenfadado e irrespetuoso, pisador empedernido, crack desde allí, con pinta de muchacho reo a la salida, cuando salió por el portón de Crárner, despertando curiosidad porque no sé qué cosa nos decía que iba a ser un grande del fútbol…
Manuela Pedraza y Crámer… Primero la dieron vuelta a la cancha, para agrandar las tribunas, creo que cuando derrumbaron el Velódromo. Después, otra etapa y el adiós definitivo. el chau inapelable, las manzanas muertas, mudas, sin rumores ni tablones, tan sólo con los ecos cercanos, los estallidos de gol todavía resonando, las barras bullangueras y belicosas llegando desde todos los barrios, domingo por medio, como un recuerdo esfumado, alejándose cada vez más, como el puerto de un adiós, borroso, inexistente…
Y el viejo «calamar», al grito de «Dale marrón», peleando descensos, mojándole la oreja a los grandes (como siempre), bajando, volviendo, salvándose milagrosamente, tal vez porque también, en última instancia, hice mi «cachito» grande de fuerza para que se quedara en Primera. Aunque no fuera ya en Manuela Pedraza y Crámer…Total, si yo tampoco estaba ya entre Belgrano y Colegiales para tomar Crámer derecho y disfrutar del fútbol aquel, junto al alambrado.
Pero, por algo de eso que queda en un escondrijo del corazón, por algún impronunciable agradecimiento por tantos domingos felices e irrepetibles, por seguir viendo (de vez en cuando aunque fuese) una bandera del «marrón» recién salvado del descenso, flameando en un balcón del barrio que fue cercanamente mío alguna vez, y otra (cuando más tarde viví en Saavedra); por eso que es un desvanecido pero hermoso jirón de un fútbol esplendoroso (que también intentamos desde los protreros de entonces); por todo eso: cómo no cantarle a esa esquina inolvidable de Manuela Pedraza y Crámer, la que ya no es.
Cómo no tratar de retornarla, vana pero obstinadamente, al territorio de las cosas que aun palpitan, si también forma parte de nuestra propia historia, que allí comenzó a descubrir un mundo maravilloso, que siempre vuelve a inaugurar, domingo a domingo -afortunadamente- aquel ritual que allí aprendí a compartir y a vivir intensamente».
Hector Negro
(En la época evocada, Buenos Aires contaba con un trío mayor de poetas: Manzi, Discépolo y Cátulo Castillo. El autor -Héctor Negro- conforma, junto a Eladia Blázquez y Horacio Ferrer, el relevante tríptico poético de nuestros días…
(Texto – Libro 75 años de Historia del Club A. Platense – 1905-1980 – Jorge Sepiurca)